Centroamérica & Mundo

Las empresas, el cambio y la Generación T

(O el algoritmo mental para gestionar todo al mismo tiempo).

2017-06-19

Por: óscar Rojas Morillo*

Con amor a mi hijo, que me hizo padre

Desde que nació mi hijo, en el momento que el pediatra en plena sala de partos me lo cedió diciéndome que todo estaba bien, me puse a pensar sobre qué podría estar pasando por esa recién estrenada y poderosa computadora ubicada en su cabecita: su cerebro. Recuerdo cuando me lo acerqué, aun tibio del vientre de su madre y cómo él me veía fijamente y yo le hablaba quizá cosas sin sentido. Lo observaba con una mezcla dual de profundo amor, que cada día aumenta y la curiosidad de un científico que acaba de descubrir una nueva especie de vida no catalogada. Y pensaba, como lo sigo haciendo hoy, cuando lo veo aprender de manera tan acelerada, cómo se le ha ido alimentando de código su cerebro y como se ha hecho cada vez más inteligente, más vibrante, a medida que está expuesto a clases, amigos, sus propios errores, a las caricias... a las experiencias.

El cerebro humano. En nuestro cerebro, viéndolo como la portentosa maquina que es, sus primeras línea de código básico que presumiblemente tiene, las que traemos de arranque y escrito en una especie de Fortran genético y neuronal, mutuamente dependientes y en bucle infinito deben ser: mantente a salvo (principio de conservación) y asegura la especie (principio de perpetuación), condiciones básicas para, como especie, vivir de manera estable y en situaciones más o menos seguras. Eso está allí, en algún lugar de nuestro sistema operativo y es la base de todo lo que haremos mientras vivamos.

El cambio en nuestro cerebro. ¿Cuándo fue la última vez que sintió vértigo y aun así siguió adelante? ¿Que a pesar de la posibilidad de sentir miedo, riesgo o dolor intentó algo? Claramente usted no me lee ni dispensa su amable tiempo por mis capacidades adivinatorias; pero le puedo decir cuál fue la primera vez que intentó algo: usted se levantó, retando las primeras instrucciones del algoritmo básico humano, se aventuró y se cayó, de bruces posiblemente, se asustó pero siguió, no sabía que sucedería pero lo volvió a intentar, y aprendió eventualmente a caminar. Modificó su manera de ver las cosas. Cambió.

De haber seguido las instrucciones no lo hubiera logrado, ni siquiera intentado. De allí que intentar algo fuera de lo común (o de lo que el común de las personas no haría) o aventurado resulta tan curioso y a la vez admirado por los demás. Charles Lindberg, Jacques-Yves Cousteau, Yuri Gagarin y ya hace poco Felix Baumgartner son apenas unos ejemplos de personas que hicieron lógica una locura cerebral, atentar contra su estabilidad y sobrevivencia. Hoy a ese tipo de personas los llamamos emprendedores: aquellos que arriesgan más allá de lo insospechado para nuestro cerebro neofóbico y lo intentan, fallan y aprenden. Cambian las reglas de juego.

El cerebro de la empresa. No muy lejos de esa humana manera de pensar y ser, con la lógica de seguir una cordura cerebral que en nada nos diferencia y hacen del mundo un lugar profundamente aburrido y plano, en las empresas sucede lo mismo. Es sencillo verlo: las empresas son las personas que la forman, y las personas llevamos nuestros contenidos allá donde vamos. Nuestras alegrías, deseos, torpezas y claramente nuestros miedos ahora son reflejos corporativos: espejos donde mirarnos para bien o para mal y de acuerdo a la óptica que prevalezca así seremos. Por eso son admiradas las organizaciones que arriesgan, o que se cuestionan el por qué no comenzar a caminar y ver qué pasa cuanto antes como quizá el primer acto deliberado de rebeldía contra nuestra propia programación mental de no golpearnos las rodillas (o explorar nuevos mercados). Son vistas con lupas por sus pares, y muchas veces, según sea el ecosistema, son los outsiders porque no hacen lo que dicta el lado lógico del cerebro empresarial sobre cómo manejarse. Estas empresas retan un anciano axioma que de las escuelas de ingeniería todos bebemos: no se toca lo que funciona, que en sí es una de esas leyes no escritas que se desprende de los algoritmos primitivos ya mencionados y que no permite evolución (cambio) ni ningún proceso de creación e innovación. La pregunta se cae de madura para darle solidez al enunciado: ¿en qué cabeza cabe cambiar algo que funciona? La respuesta más aun: ¡para ver si funciona mejor!

Cuando el cerebro no ayuda. Tenemos un nivel de sofisticación mental impresionante, somos capaces de dibujar antes de tomar el lápiz, de resolver situaciones antes que sucedan, imaginamos el mejor de los futuros pero también somos capaces de vivir el miedo antes que suceda. El antropólogo Robert Sapolski, doctor en neuroendocrinología escribió un libro muy interesante que se llama ¿Por qué las cebras no tienen úlcera? en la que plantea de manera colateral por qué no cambiamos con la velocidad que queremos. Digo colateral porque el foco se centra en el hecho que nosotros los humanos desarrollamos con nuestros pensamientos en 4K escenarios a futuro que los vivimos en el presente y que son posiblemente producto de nuestros contenidos/traumas del pasado. El punto es que padecemos cosas que aún no han pasado y que existe una más que razonable posibilidad que no sucedan, pero nos estresamos y lo que si acontece como resultado irremediable es el deterioro neuronal progresivo por solo imaginar algo potencialmente malo para nosotros. En su interesante libro el profesor Sapolski plantea que las cebras, suerte de filete ambulante para cuanto depredador felino esté en áfrica solo sienten miedo cuando efectivamente ven a su amenaza cerca en forma de colmillos afilados… pero si no la ven, las muy orondas equinas pastan en las estepas sin preocuparse por más nada que alimentarse y pasarla bien. Nosotros no hacemos eso ni de cerca. Un pensamiento humano se convierte en una realidad en segundos en la pantalla IMAX que tenemos en nuestra mente y si ese pensamiento significa una amenaza para nosotros, nos estresamos hasta casi morirnos (o enfermarnos) evaluando todo los males que están por venir, y ese pensamiento sigue estando en nuestra mente que la reproduce, solo allí, ni más ni menos. Si somos así con un pensamiento, ¿cómo seremos ante un escenario de cambio y el inmenso umbral de desconocimiento multidimensional que eso supone? (¿Qué puede suceder? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Consecuencias?).

Las empresas deberán adaptarse a la nueva generaciòn para sobrevivir. (Foto: iStock).

La nueva codificación. Le va a sonar paradójico, pero si no se ha dado cuenta, no hay que hacerle necesariamente tanto caso al cerebro, sobre todo en aquello donde un avance significativo suponga arriesgar y contradecir el código sináptico traído desde antes de nacer. No lo digo yo, lo dice Eric Ries en su Lean Startup que recomienda hacer más y no recontra pensar tanto; lo dicen las teorías de Happiness donde se nos enseña a ser más emocional (que al final lo somos) que utilizar tanto raciocinio como si del señor Spock se tratara; inclusive, no nos dejemos llevar por eso que Roger Water de Pink Floyd canta en Brain Damage del inmenso The Dark Side of the Moon cuando dice que hay alguien dentro de su cabeza pero que no es él (es nuestro código de programación maestro). Somos capaces de escribir nuevas líneas como si de Inteligencia Artificial se tratase e introducir el riesgo y cambio como variables, estas pueden traernos fracaso, eso es cierto, pero solo fracasa el que se arriesga, y el que no se arriesga no cruza el río.

Aprender por repetición. 1997. Bahía de San Francisco, 27 millas mar adentro. Un enorme tiburón blanco se encuentra con su destino en forma de ballena asesina. Nunca antes se había visto y grabado algo así, un Alí vs Tyson, cerca de Farallón Islands. El combate fue resuelto por knockout de la orca en el primer round, y la verdad el tiburón no pudo hacer mucho, el cetáceo sabía lo que tenía que hacer y lo que se supondría un gran espectáculo fue otro día en la oficina. Le golpeó por un costado al escualo y tal golpe lo hizo girar panza arriba y sin poder moverse, inerte y aturdido y ya sin defensa alguna la orca se le acercó una vez más y mordió. Solo le comió el hígado. El resto del tiburón quedó para el que quisiera un poco de carne fresca, incluidas las gaviotas del lugar.

¿Qué acababa de suceder allí? Las orcas, quizá las más avezadas y mejores cazadoras de todo el reino animal pulen sus habilidades innatas por imitación y repetición entre sus crías y demás miembros de su manada. Así van aprendiendo y mejorando el arte de matar limpiamente, y si alguna da con una nueva manera más eficiente, las demás lo copian y aplican. Cambian para mejorar constantemente. Como la orca que mató al tiburón del párrafo anterior.

La generación de mi hijo. Las empresas viven luchando en sumar años de vida pero deben mantenerse jóvenes, lozanas y ágiles, comportarse como post-millenials o generación touch, la de mi hijo. Para ellos un lápiz o una tablet es tan natural como salir a pasear; es la primera generación 100% digital, son los chicos de la inmediatez, del internet por defecto, de la sociabilidad y los share movement y cada cambio lo toman como una invitación a divertirse y aprender. No me lea con esos ojos: ¡Nosotros lo educamos así!, le introdujimos líneas de código que ni siquiera tenemos para si, hablarán tres idiomas y serán plenamente globales. Para ellos Facebook y Waze siempre estuvieron; no saben lo que es un sms pero si el chat por Whatsapp; ven Netflix, todo mobile, desde su mano, y ahora. Aprenden por imitación y tienen una capacidad gigantesca de mejorar lo que ven y conocen, como las orcas.

Las organizaciones errarán si no comienzan a actuar de esta manera, deberán pensar todo en flujos continuos (mejoras, innovación, aprendizaje, colaboración, adaptación, evolución) que de manera puntual; a preocuparse más por la construcción de una cultura interna sólida que por una visión y misión que están condenadas ser re-visitadas una y otra vez en el mundo de hoy. Tendrán que ser valientes y rodearse de personas con la libertad de reprogramar sus rutinas para convertirlas en todo menos en eso y no tengan miedo a fracasar, porque más fracaso es no intentarlo. Roger Everett hablaba de un 13,5% de difusores que adoptaban los cambios muy rápido, pues esos son los que hay que ubicar pues son los que enseñarán a la manada a cazar mejor, a ser más eficientes, los que inserten inteligencia, valentía, códigos nuevos que modifiquen los primarios en la mente de los demás, para que los cambio sea cosa de todos los días tanto como empresa, y más importante aún: como personas.

Mis más sinceras felicitaciones en su día a mis colegas programadores de mentes, para que nuestro trabajo (seamos padres o no) en las nuevas generaciones sea erradicar del código mental el miedo, las diferencias y el odio y si fomentar el amor, la solidaridad y la paz entre esos chicos que seguirán cambiando el mundo sin ningún tipo de temor.

*Cocinero por pasión. Profesor universitario, consultor y conferencista internacional e Ingeniero mecánico de profesión, es además director ejecutivo en The Learning Group (www.thelearningroup.com). Entre sus estudios cuenta con maestrías de administración de negocios (MBA) y gestión de proyectos (MPM); y con Robótica y Automática Industrial a nivel de doctorado. Agitador tecnológico y admirador del talento humano y de los sueños que conllevan los procesos creativos, cree en la innovación como llave de cambio a todo nivel. Está casado con una chapina y tiene un hijo chileno.

Pueden comunicarse con Oscar para comentar esta o cualquiera de sus columnas a su correo electrónico oscarrojasmorillo@gmail.com

12 ejemplares al año por $75

SUSCRIBIRSE